El lector que se meta en la literatura del Nobel J.M. Coetzee debe ser avisado: dentro de sus libros no encontrará alegría. Por sus historias aparecen hombres desesperados, de esos que aparecen serios en todas las fotografías y uno no se los imagina sonriendo. Son historias duras de personas que casi siempre están buscando algo, sea a sí mismos, recuperar la juventud o entender la muerte de un hijo, como en este caso de este libro.
Un escritor que en su juventud fue exiliado, regresa a San Petersburgo para recuperar la memoria de su recien fallecido hijastro y entender qué le llevo al suicidio. Allí se encuentra con la Rusia revolucionaria de finales del siglo XIX, donde se intuye el derramamiento de sangre (y van...) y las calles empiezan a arder. Descubre que su hijo estaba en contacto con grupos anarquistas de extrema violencia y, sin quererlo, se ve metido en una críptica vorágine de policías, política e ideas contradictorias.
La historia es un puzzle muy bien escrito, sin ser de sus obras más deprimentes, hay que superar las primeras cien páginas para que la historia empiece a moverse y llegue la parte más interesante, donde los personajes secundarios toman vida y hay algunas imágenes y parrafos de gran belleza.
Leer un libro de Coetzee al año es suficiente, puede empachar, o deprimir. Así que en el 2009 más.
martes, 22 de julio de 2008
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